Intento hacer memoria de mis
primeros miedos. Los descubro bajo un velo de preocupaciones renovadas con los
años.
Creo que mi
primer miedo fue a la oscuridad, a la noche, a las amenazas abstractas ocultas
en las tinieblas de mi habitación.
Mi segundo miedo fue a la soledad.
Recuerdo que echaba de menos a mis padres cuando estaban ausentes, y cómo se
reiniciaba la marcha de mi corazón cuando volvían.
Mi tercer miedo fue a la realidad.
Mi inocencia de niño se rompió cuando empecé a ser consciente de la maldad de
las personas, lecciones aprendidas originariamente por las películas de sucesos
que, mis allegados, aseguraban ser verdaderas: raptos, asesinatos…
Mi cuarto miedo fue al entorno. Como
un pollo que sale de su cascarón y descubre un mundo nuevo, empecé a
relacionarme con más niños en el colegio, a ampliar el limitado mundo de mi
casa y mi familia.
Mi quinto miedo fue al fracaso.
Debías estudiar para no suspender y ser alguien en la vida. Debías ser moderadamente
bueno jugando al fútbol, al coger o al esconder, para que uno de los equipos te
quisiera a su lado y no fueras un marginado.
Mi sexto miedo fue a las mujeres.
¿Cómo debía acercarse uno a ellas? ¿De qué hablar con esos seres tan
fascinantes como extraños?
Mi séptimo miedo fue a la pérdida.
Amigos que se marchan. Familiares que fallecen.
Mi octavo miedo fue a la falta de
dinero. Si no trabajabas, no podías comprarte una camisa, salir de copas,
pagarte la matrícula de la universidad.
Mi noveno miedo fue tener que
dedicarme toda la vida a trabajos que no me llenasen como persona.
Mi décimo miedo fue a no poder crear
mi propia familia.
Cuando superas el miedo a la
oscuridad, pues te arropa en la noche y te procura el descanso; a la soledad,
pues en muchas ocasiones es necesario estar solo para ordenar las ideas; a la
realidad, porque aprendes que el mal es como una lotería, que puede tocarte
aunque no lo esperes, así que es mejor no pensar en él; al entorno, porque
aprendes técnicas de adaptación y acabas formando parte; al fracaso, porque el
esfuerzo da sus frutos; a las mujeres, porque no son tan diferentes de los
hombres; a la pérdida, porque al final, otros remplazan los huecos que dejan
los seres queridos en tu corazón; a la falta de dinero, porque acabas
adaptándote a lo que tienes; a dedicarme a trabajos que no me llenen, porque
los compensas con aficiones que te llevan a la autorrealización; a crear mi
propia familia, porque llega… siempre llega. Cuando superas todos esos miedos,
aparece un miedo mucho mayor: el miedo a perderlo todo.
La crisis ha dejado en pañales los
miedos de toda la vida, aquellos de los que ahora te ríes siempre que tengas tu
casa, tu familia y tu trabajo, y puedas comer y dar de comer a los tuyos todos
los días. Este es el mayor miedo que tengo yo y que, seguro, comparto con
millones de personas.
¿Fantasmas? ¿Calaveras? ¿Momias?
Me río yo de esos miedos.
La verdad es que, eso del “truco o
trato”, siempre me ha chirriado.
Un abrazo.